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miércoles, 16 de noviembre de 2011

LA NIÑA FLOJITA DE REMOS

Salió muy temprano de casa de sus padres, no llegaba el minutero a las en punto y su mujer lo esperaba con su hija en brazos junto al casino que abierto ya servía en el bar anises a los parroquianos. La camioneta, como se llamaba en el pueblo al autobús, llegaría a las siete y cuarto y en tres horas estarían en Sevilla.
A pesar del continuo arrullo de su madre, la niña no paraba de llorar, sus ojos verdes parecían querer vaciarse, quedarse sin lágrimas. Era un llanto sordo que renunciaba al sonido. La madre la miraba y no podía creer como aquella niña que antes de las fiebres que la hicieron arder, apenas un mes antes, corría atada por una cinta delante de su abuelo y era todo un volcan de sonidos, ahora callara...
Su marido llegó al poco y acarició la mejilla de su compañera, que no dejaba de mecer a su pequeña en sus brazos, queriendo detener las lágrimas que acababan en la barbilla y de ahí se precipitaban al abismo. Él no lloraba, aunque no por falta de ganas, tan solo miraba al horizonte. Los hombres no lloran se repetía con las lágrimas a punto de saltarle a la cara. El viejo médico les dio una dirección aunque se le olvidó darles esperanzas, no las tenía y no podía ofrecer lo que no llevaba consigo les dijo, pero la insistencia de la ignorancia y la rabia mezcladas acabaron con una dirección apuntada, como si fuera un receta.
El viejo médico no quería que se enfrascaran en un vía crucis por despachos de médicos con o sin escrúpulos, les dijo que aquello había sido una enfermedad llamada polio que se había llevado las fuerzas de la pequeña y que no había mayor cura que le comprensión y el ánimo, que se preocuparan más por hacer que su hija tuviera una vida normal.
Normal era lo último que se les pasaba por la cabeza a aquel matrimonio joven que vivía de la tierra, lejos de la normalidad, lejos de todo. Allá a lo lejos les pillaron las fiebres y el llanto de su hija que se fue quedando sin sonidos como se quedó sin fuerzas.
El hombre pidió dinero a sus padres con el objetivo de visitar la eminencia que el viejo médico les había indicado en el papel con una letra clara, no parecía que fuera de médico.
-          Me han dado veinte duros.
Dijo.
No quería mirar a su pequeña, la culpa, la inmensa culpa lo consumía por dentro y por fuera, sin saber por qué ni cómo en su mente crecía la idea de haberles fallado, como si hubiese cometido un crimen, un único crimen, quererlas.

EL BLUES DEL ADIOS

Una parte de mí se ha marchado,
se ha ido a vivir, a vivir sin mí.
Una parte de mí se me ha roto
y no puedo olvidarla, no la olvido, ni quiero.

Esa parte de mi se vuelve
fría cada mañana, se me antoja lejana
y no puedo abrazarla
porque ya no está aquí.

Esa parte ha dejado vacía
la mitad de mi cama, la mitad de mi alma.

Me quedé si verano
tan solo y soñándola,
 un verano tan raro, tan eterno
que espero con ansia al otoño
que llegará cuando muera mi amor.

Mientras mi locura te canta
te echo de menos y el tiempo pasa.

Sin correr, sin carreras el tiempo sigue
y sigue dando que hablar a una mente perdida
que busca el amor, en pequeñas cosas,
a pequeños tragos, segundo a segundo.

El tiempo interminable, no para
y  mi almohada también me acompaña
en el sentir, en el recuerdo, en esas mañanas
en las que me falta
la parte de mí que me extraña.

La parte de mí que aun ama,
la que dormida te sueña,
esperando tu vuelta,
esa parte de mi aun se rebela
allá arriba
donde el ventilador da vueltas
refrescando la estancia.

EL POBRE DE LOS DOMINGOS

Todos los domingos, desde que mi infancia tiene recuerdos, por las mañanas, aparecía puntual, como dicen que son los suizos. Por aquellos entonces no había mirillas en las puertas y reconocías a los que llegaban por la forma en que llamaban, de oído. El pobre de los domingos que por no tener ni nombre tenía, se apostaba en el umbral y con voz temblorosa daba gracias a Dios por la existencia de mi familia y nos regaba de halagos sin que sonaran falsos, tenía el hablar justo y necesario, el tono sumiso y la pinta que debía tener un pobre, la mirada casi perdida y desesperada, el escaso pelo revuelto, como de no conocer lo que valía un peine ni por conjeturas, la piel cuarteada y ajada y el atuendo a modo, vestía una chaqueta frágil y harapienta, de color tostado, hecha pedazos, o quizá debiera decir, hecha a pedacitos, el pantalón se le iba encogiendo con el tiempo y mi memoria lo coloca justo debajo de la rodilla, dejando ver la espinilla sangrante rodeada de trapos como vendas desangeladas. Mi padre era el que abría la puerta y le daba una moneda con un agujero.
Por qué aquel pobre venía a un barrio tan pobre como el nuestro, por qué se la jugaba cada domingo a que lo insultaran y a veces lo empujaran y vejaran sin aspavientos, con la amenaza a modo de fijación de actitudes o de válvula de escape de conciencias sin conciencia y con tan pocos posibles como el pobre que nos visitaba.
-       ¿Pero dónde crees tú que vas? ¿Vas a venir a pedir a la cárcel?
Mi barrio era un barrio obrero con fama de peligroso, nada más lejos de la realidad, para mí siempre fue un pueblo, al menos así lo sigo imaginando hoy y aquel pobre de los domingos, así lo llamábamos, “El pobre de los domingos”, era una de sus más auténticas figuras o personalidades; a veces imaginábamos, a tenor de los rumores de los envidiosos de siempre, que tenía una doble vida y hacíamos volar nuestra infantil imaginación, unas veces era un peligroso delincuente buscado a la espera de ser capturado o un pirata de los mares del sur, perseguido por no sé quiénes, otras un viejo millonario que pedía por vicio, el vicio de pedir que siempre legitima la virtud del no dar. ¿Hasta dónde puede llegar la virtud? ¿Hasta la negación de la necesidad o hasta la exaltación de la insolidaridad?
Cuando la infancia se me escurrió entre los dedos e iniciaba el camino de la adolescencia dejé de verlo, ya no venía los domingos el pobre del domingo, lo mismo que dejó de venir el ditero y los vendedores de turrón de Castuera, y los que vendían quesos y aceite con aquellas camisas tan anchas. Hasta el lechero dejó de canturrear el contenido de sus cántaras de zinc, aquellas que todas las mañanas alegraban nuestros desayunos, ni el panadero venía de Alcalá, todo estaba cambiando, hasta mi barrio/pueblo cambiaba a mi alrededor, yo también cambiaba o mejor dicho crecía, que quizá era eso lo que pasaba a mi alrededor que todo crecía, todos crecíamos hasta el punto de no ser necesario que cantase el lechero ni el panadero, que el ditero fuese sustituido por un Banco con grandes ventanas o que el afilador dejase de tocar y las mujeres de responderle con pañuelos en la cabeza para ahuyentar la mala suerte.
Cuando dejó de anunciar las mañanas domingueras el pobre se fue de nuestras vidas, dejándonos un poco huérfanos de historias, no así la condición de quienes no tienen nada y aun así siguen llenando mañanas con miradas perdidas y pelos escasos y revueltos sin mayor culpa que ser pobres solemnes y ajados.