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miércoles, 16 de noviembre de 2011

EL POBRE DE LOS DOMINGOS

Todos los domingos, desde que mi infancia tiene recuerdos, por las mañanas, aparecía puntual, como dicen que son los suizos. Por aquellos entonces no había mirillas en las puertas y reconocías a los que llegaban por la forma en que llamaban, de oído. El pobre de los domingos que por no tener ni nombre tenía, se apostaba en el umbral y con voz temblorosa daba gracias a Dios por la existencia de mi familia y nos regaba de halagos sin que sonaran falsos, tenía el hablar justo y necesario, el tono sumiso y la pinta que debía tener un pobre, la mirada casi perdida y desesperada, el escaso pelo revuelto, como de no conocer lo que valía un peine ni por conjeturas, la piel cuarteada y ajada y el atuendo a modo, vestía una chaqueta frágil y harapienta, de color tostado, hecha pedazos, o quizá debiera decir, hecha a pedacitos, el pantalón se le iba encogiendo con el tiempo y mi memoria lo coloca justo debajo de la rodilla, dejando ver la espinilla sangrante rodeada de trapos como vendas desangeladas. Mi padre era el que abría la puerta y le daba una moneda con un agujero.
Por qué aquel pobre venía a un barrio tan pobre como el nuestro, por qué se la jugaba cada domingo a que lo insultaran y a veces lo empujaran y vejaran sin aspavientos, con la amenaza a modo de fijación de actitudes o de válvula de escape de conciencias sin conciencia y con tan pocos posibles como el pobre que nos visitaba.
-       ¿Pero dónde crees tú que vas? ¿Vas a venir a pedir a la cárcel?
Mi barrio era un barrio obrero con fama de peligroso, nada más lejos de la realidad, para mí siempre fue un pueblo, al menos así lo sigo imaginando hoy y aquel pobre de los domingos, así lo llamábamos, “El pobre de los domingos”, era una de sus más auténticas figuras o personalidades; a veces imaginábamos, a tenor de los rumores de los envidiosos de siempre, que tenía una doble vida y hacíamos volar nuestra infantil imaginación, unas veces era un peligroso delincuente buscado a la espera de ser capturado o un pirata de los mares del sur, perseguido por no sé quiénes, otras un viejo millonario que pedía por vicio, el vicio de pedir que siempre legitima la virtud del no dar. ¿Hasta dónde puede llegar la virtud? ¿Hasta la negación de la necesidad o hasta la exaltación de la insolidaridad?
Cuando la infancia se me escurrió entre los dedos e iniciaba el camino de la adolescencia dejé de verlo, ya no venía los domingos el pobre del domingo, lo mismo que dejó de venir el ditero y los vendedores de turrón de Castuera, y los que vendían quesos y aceite con aquellas camisas tan anchas. Hasta el lechero dejó de canturrear el contenido de sus cántaras de zinc, aquellas que todas las mañanas alegraban nuestros desayunos, ni el panadero venía de Alcalá, todo estaba cambiando, hasta mi barrio/pueblo cambiaba a mi alrededor, yo también cambiaba o mejor dicho crecía, que quizá era eso lo que pasaba a mi alrededor que todo crecía, todos crecíamos hasta el punto de no ser necesario que cantase el lechero ni el panadero, que el ditero fuese sustituido por un Banco con grandes ventanas o que el afilador dejase de tocar y las mujeres de responderle con pañuelos en la cabeza para ahuyentar la mala suerte.
Cuando dejó de anunciar las mañanas domingueras el pobre se fue de nuestras vidas, dejándonos un poco huérfanos de historias, no así la condición de quienes no tienen nada y aun así siguen llenando mañanas con miradas perdidas y pelos escasos y revueltos sin mayor culpa que ser pobres solemnes y ajados.

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